La nueva entrega nacional: Cuando el agua cambia de dueño

El gobierno de Javier Milei avanza sin pausa en la privatización de los recursos más vitales. Esta vez, no se trata de trenes, energía o petróleo. Esta vez, es el agua. Bajo el argumento de “eficiencia”, el Ejecutivo habilitó la venta del 90 % de las acciones de AySA, la empresa estatal que provee agua potable a 14 millones de personas en el AMBA. La operación, envuelta en opacidad y aceleración, abre interrogantes que van más allá del modelo económico. ¿Quiénes se beneficiarán? ¿Qué intereses extranjeros están detrás? ¿Hasta dónde llega la entrega?

Una privatización entre tecnicismos y negocios

Según informó el gobierno el 18 de julio de 2025, el proceso de privatización de AySA ya está en marcha. La justificación oficial, repetida hasta el hartazgo por Manuel Adorni, es el supuesto déficit fiscal: entre 2006 y 2023, el Estado nacional habría destinado 13.400 millones de dólares para sostener la empresa. Lo que no se dice es que AySA cerró 2024 con superávit operativo, y que el aumento en sus costos coincidió con la expansión del servicio y el crecimiento poblacional en zonas periféricas.

El mecanismo elegido para la venta incluye una licitación con operador estratégico, una oferta pública inicial de acciones, y la transferencia del 10 % restante a los trabajadores. Un esquema típicamente menemista. Y como en los años 90, los ganadores serán los de siempre: grandes grupos inversores, fondos buitre y empresas extranjeras. Lo que está en juego no es solo la gestión del agua, sino su control y comercialización a futuro.

Mekorot: asesoramiento, lobby y negocios paralelos

Aunque el gobierno insiste en que no hay comprador definido, los ojos de la prensa crítica apuntan hacia una empresa en particular: Mekorot, la compañía estatal israelí del agua. Si bien la firma no puede, por estatuto, adquirir empresas fuera de su país, su influencia en Argentina ha crecido de manera sostenida desde 2022. Firmó convenios con varias provincias, entre ellas Formosa, Catamarca, La Rioja y Santa Cruz, y desde 2024 comenzó a “asesorar técnicamente” a AySA.

Ese eufemismo –asesorar– esconde una relación cada vez más profunda. Mekorot no solo aporta tecnología y planificación hídrica: también accede a datos estratégicos, diseña mapas de disponibilidad y decide sobre usos prioritarios del recurso. En una región donde el agua será el oro del siglo XXI, entregar esa información a una empresa extranjera no es modernización: es traición.

Peor aún, Mekorot ha sido señalada por organismos internacionales por aplicar políticas de “apartheid hídrico” en los territorios palestinos ocupados. ¿Ese es el modelo que Argentina quiere imitar? ¿Quién autoriza, en nombre del pueblo, estas asociaciones asimétricas y poco transparentes?

El agua no es un commodity

La privatización del agua no es nueva. En los años 90, con Aguas Argentinas, se entregó el servicio a Suez, una multinacional francesa que incumplió inversiones, aumentó tarifas y dejó infraestructura colapsada. El resultado fue la rescisión del contrato en 2006 y una demanda millonaria contra el Estado en tribunales internacionales. El recuerdo está fresco, pero el gobierno de Milei, en su fervor ideológico, parece decidido a repetir la historia. Esta vez, con peores condiciones: sin regulación estatal sólida, sin política hídrica nacional y con un aparato represivo preparado para sofocar protestas.

El agua no es un bien cualquiera. No es igual que una empresa de cables o un supermercado. Es un derecho humano, reconocido por la ONU, y base para la salud, la alimentación y la producción. Privatizarla es transferir la soberanía hídrica a manos privadas, renunciar a la planificación territorial y condenar a millones al chantaje de tarifas impagables.

Autonomía nacional vs. vasallaje hídrico

Esta entrega no ocurre en el vacío. Se inscribe en una política más amplia de alineamiento geopolítico con Estados Unidos e Israel, dos aliados estratégicos del gobierno libertario. En paralelo a la venta de AySA, se firmaron acuerdos para la explotación de litio, se avanzó con la presencia militar estadounidense en el sur y se promovió el ingreso de empresas privadas israelíes en sectores clave como seguridad, salud y ciberdefensa.

Lo que está en juego no es solo un servicio público: es la autonomía nacional. La capacidad del Estado argentino de decidir sobre sus recursos, planificar su futuro y proteger a su pueblo. El agua es apenas la punta del iceberg. Si hoy entregamos AySA, mañana vendrán los ríos, los acuíferos, la Antártida. Lo que comenzó como un ajuste fiscal termina en una desposesión estructural.

¿Y el Congreso? ¿Y el pueblo?

Todo este proceso se lleva adelante sin debate parlamentario serio, sin consulta a usuarios, sin estudios de impacto social. El Congreso fue virtualmente vaciado por la Ley Bases, y la sociedad, golpeada por la crisis, apenas puede reaccionar. Pero tarde o temprano, las facturas llegarán. Como en los noventa, los efectos se sentirán en el bolsillo y en la canilla.

En barrios donde hoy el servicio es limitado, o donde las redes aún no llegan, una empresa con fines de lucro no invertirá. Aumentará tarifas, exigirá subsidios o dejará zonas enteras sin cobertura. Ya ocurrió. Volverá a ocurrir.

Una línea que no se puede cruzar

Hay fronteras que ningún gobierno, por más votos que haya recibido, puede cruzar sin consecuencias históricas. La entrega del agua es una de ellas. No se trata de ideología, sino de dignidad. No se trata de privatizar o estatizar, sino de defender lo que es nuestro.

El agua no tiene dueño. Es de todos. Y quien la venda, quien la negocie, quien la regale, no está gobernando: está traicionando.

Fernando Chinellato
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Profesor de música y estudiante de Filosofía. Creador de La Redada Diario.

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