Imperio en Retroceso: Placas Tectónicas y la Guerra Interna de EE. UU.

La verdadera guerra de Estados Unidos es interna: la crisis post-industrial del Rust Belt y las drogas. La presidencia de Trump agudiza el desencanto ciudadano y el maltrato a los inmigrantes, socavando los cimientos del país. Este proceso de auto-destrucción política es un movimiento telúrico que evidencia el lento e irreversible retroceso de su imperio ante potencias como China.

Trump, el “niño rico y caprichoso” que, lejos de ordenar el imperio, lo socava. Su presidencia agudiza la guerra interna de EE. UU., cortando la rama donde el país se asienta, con consecuencias irreversibles.

Estados Unidos enfrenta una crisis existencial que es una guerra interna: el colapso del Rust Belt, las drogas y la desatención estatal han creado zonas de miseria post-industrial. La crueldad hacia los inmigrantes y el desgaste político bajo la figura de Trump, que agudiza el desencanto, evidencian un lento, pero irreversible, retroceso imperial frente a potencias como China.

Hoy Estados Unidos está en una clara situación de guerra, pero no contra un enemigo externo sino contra su propia incapacidad de detener los avances de la droga en una población postindustrial. Hijos y nietos de obreros que llevan dos o tres generaciones sin lograr un trabajo estable viven hoy en ciudades que fueron símbolos del poderío industrial norteamericano y que hoy parecen zonas de guerra.

Ahí está la crisis del Rust Belt: Michigan (Detroit, industria automotriz), Ohio (Cleveland, Toledo) y Pennsylvania (Filadelfia, Harrisburg, acero) y otras ciudades de la franja industrial que se vieron completamente abandonadas tras la diversificación económica. Muchas de estas áreas muestran casas tapiadas, barrios enteros abandonados, gente deambulando sin rumbo, drogas, exceso y prostitución. Las imágenes no difieren demasiado de zonas donde efectivamente pasó la guerra.

Estados Unidos, un país construido por inmigrantes y levantado por comunidades unidas en un territorio común, hoy es cruel e injusto con esos mismos inmigrantes que representan el 15,8% de la población, unos 53 millones de personas. Aportan casi el 20% del PBI y cerca de 600 mil millones de dólares en impuestos federales y estatales. Además, la mayoría está en edad de trabajar, algo ideal para una sociedad que necesita manos fuertes para sostener su impulso laboral.

Pero llega Trump y endurece la política inmigratoria: expulsiones aceleradas, freno a las visas de trabajo y estudio, suspensión de programas de asilo, un componente histórico del país desde su fundación. Ese clima explica figuras inesperadas: Zohran Mamdani, 34 años, alcalde electo musulmán de Nueva York, o el ascenso de Gavin Newsom en California, un demócrata progresista con proyección nacional. Trump ha hecho todo lo posible para perder, pero la responsabilidad no es solo de los demócratas, ni de China, ni de Venezuela: es de un Estado que no entiende —o no quiere entender— a su propia ciudadanía.

Desde los años de Obama existe un desencanto profundo con la política, y Trump lo agudiza aún más. Con un gobierno que no logra acuerdos, y con algunas de las marchas más grandes en la historia del país en su contra —quizá comparables a las de los 60 contra la guerra de Vietnam—, la percepción interna y externa del imperio se erosiona. El mundo observa a un “niño rico y caprichoso”, acostumbrado a tenerlo todo, que juega con reglas que cambian día a día. Y desde adentro se ve a un presidente que no enfrenta consecuencias por casi nada: ni por sus vínculos con Epstein ni por otras denuncias que quedaron diluidas en la confusión política.

Hoy Estados Unidos es un imperio en retroceso. Y como todo imperio que retrocede, no es algo que ocurre de un día para el otro. Son movimientos telúricos: una placa baja —Estados Unidos— y una placa sube —China—. Todo encuentro entre placas tectónicas produce un choque lento, pero irreversible. Trump no está a la altura. Y Norteamérica tampoco. Un imperio necesita ordenarse, observar y arbitrar geopolíticamente. Sin embargo, lo único que ha hecho en las últimas décadas es intervenir donde no lo llamaban, comportarse como superpotencia, pero sin un plan más allá de la respuesta militar.

Lentamente, el norteamericano promedio se está cansando: cansado de que enfermarse signifique años de deudas, cansado de ser siempre el más desfavorecido. Quizá Trump esté mostrando a Estados Unidos, de la manera más cruda posible, que los poderosos hagan lo que hagan siempre salen beneficiados y sin consecuencias. Y ese hartazgo, tarde o temprano, se volverá en contra del sistema.

Fernando Chinellato
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Profesor de música y estudiante de Filosofía. Creador de La Redada Diario.

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