Una industria multimillonaria depende hoy de un recurso humano y geográfico muy concreto: el plasma sanguíneo que se obtiene, en su mayoría, en centros de donación en los Estados Unidos. Diversas investigaciones y reportes académicos calculan que entre el 60 % y el 70 % del plasma destinado a fabricar medicamentos plasmáticos procede de donantes en territorio estadounidense. Ese predominio plantea dilemas éticos, dependencia sanitaria internacional y denuncias —incluyendo la participación de personas migrantes— que han encendido la alarma de organizaciones civiles y medios de investigación.
La explicación de este fenómeno está en el modelo regulatorio norteamericano, que permite la remuneración por donación y una frecuencia muy alta de extracciones, de hasta dos veces por semana. Esto, sumado a una extensa red de centros privados, convirtió a Estados Unidos en la principal fábrica mundial de plasma, que abastece a hospitales y laboratorios de todos los continentes. Detrás de ese sistema operan grandes corporaciones —Grifols, CSL Behring, Takeda, Octapharma, entre otras— que dominan un mercado global valuado en decenas de miles de millones de dólares anuales.
Pero la otra cara de esta industria aparece en las zonas fronterizas con México y en los barrios más pobres de ciudades como Dallas, Houston o Phoenix. Allí, numerosos reportes periodísticos, incluidos los de ProPublica y The Guardian, documentaron la presencia de migrantes que, perseguidos o sin empleo formal, recurren a vender su plasma como medio de subsistencia. Se estima que miles de mexicanos y centroamericanos cruzan cada año con visas temporales para donar, en un circuito que mezcla necesidad económica, falta de alternativas y la permisividad de un sistema que monetiza un acto que en otros países es estrictamente voluntario.
La Organización Mundial de la Salud, por su parte, evita pronunciamientos tajantes pero sostiene con claridad una posición ética: las donaciones deben ser voluntarias, anónimas y no remuneradas. En sus guías, el principio es explícito: “El cuerpo humano y sus partes no deben ser fuente de lucro”. Lo que en Estados Unidos se presenta como “compensación” por tiempo o transporte, en la práctica se ha convertido en un incentivo económico sistemático que cuestiona los límites entre donación y venta de un bien biológico.
Desde la bioética, este modelo entra en una zona de conflicto. Uno de los principios fundamentales —el de dignidad humana y buen trato— sostiene que las personas deben ser consideradas siempre como fines en sí mismas y no como medios para el beneficio de otros. Convertir la sangre o el plasma en mercancía atenta contra ese principio, porque transforma al donante en proveedor de un recurso comercial, muchas veces en condiciones de vulnerabilidad. A ello se suma otro pilar ético, el de la no comercialización del cuerpo humano, que impide el pago monetario por partes o tejidos del cuerpo, precisamente para proteger la libertad, la autonomía y el valor intrínseco de la persona.
Los defensores del sistema norteamericano argumentan que sin esa compensación no sería posible garantizar la oferta mundial de productos plasmáticos. Y es cierto que esos tratamientos salvan millones de vidas cada año. Pero los críticos advierten que sostener el suministro global a costa de la necesidad económica de los más pobres no es una solución sostenible ni moralmente aceptable. En el fondo, la pregunta es de justicia y de humanidad: ¿puede un sistema sanitario considerarse ético si depende de la precariedad y del cuerpo de los marginados?
Lo que está en juego no es sólo la seguridad del suministro mundial de plasma, sino también el modelo moral sobre el que se construye. Si el cuerpo humano se convierte en fuente de ganancia, la línea que separa el acto solidario del negocio se vuelve difusa, y con ella se erosiona el principio más profundo de la bioética: el del buen tratar, aquel que exige reconocer en cada persona una dignidad inviolable.
